Diario polar (día 23)

Desde mi celda voluntaria tengo la mejor perspectiva de todo Transelgor, puedo pensar sin ningún tipo de interferencia. No tengo acceso a ningún medio de comunicación. He reflexionado mucho, las horas pasan demasiado lentas y puedo contar los segundos y los minutos acompasándose al ritmo de mi corazón. La cadencia de los días se ha hecho más lenta, no hay prisa por vivir, no hay necesidad de llegar el primero a ningún sitio, tan solo existe la necesidad de meditar, de pensar el mundo desde un afuera impuesto por las circunstancias.

En mi país juegan desde hace muchos años con el miedo y la esperanza de sus habitantes. Somos una sociedad, como tantas otras, de clases: están los que ostentan los distintos poderes, ya sean oligarquías políticas, financieras e incluso intelectuales; por debajo los profesionales liberales, médicos, maestros, profesores, etc. y por último la clase más numerosa y más débil la de los trabajadores. Todo el esfuerzo de las clases dominantes se dirige a tener a esta gran masa humana dominada y anestesiada.

La primera mordaza es el miedo. Estas clases trabajadoras tienen unas condiciones laborales cada vez más precarias, se juega continuamente con su inseguridad: a no tener trabajo, a no tener vivienda, a no tener para pagar las facturas de las necesidades básicas (luz, agua…). Para acrecentar esta sensación los medios de comunicación les bombardean continuamente con imágenes de personas que huyen de la miseria o que son diferentes por alguna razón, se los presentan como el OTRO que viene a robarles sus escasas pertenencias, su escasa libertad, Se crea así el mito del demonio vestido de alteridad, para desviar su atención del verdadero enemigo. Mis compatriotas se tienden a aislar en sus casas, tienen miedo a salir a la calle. Se mudan a vivir a urbanizaciones que se asemejan a prisiones, con vigilantes que rodean el perímetro, levantan vallas alrededor de sus casas. Se encierran en mundos artificiales para no ver el sufrimiento ajeno que queda confinado a un más allá con el que no se identifican.

La segunda mordaza es la esperanza, y, a mi juicio, es la más cruel. A nadie se le niega la posibilidad de salir de su vida monótona y dura, a su vida de escaso sueldo y poca vida familiar. Se les pone la zanahoria, como al burro del cuento, y toda su vida se dedican a perseguir sueños imposibles. Se les anestesia con la esperanza de un futuro mejor. Se les muestra en la televisión el mito de la cenicienta que sigue siendo princesa después de las doce. Se les anima o, más bien, se les empuja continuamente a una huida hacia adelante que les impide disfrutar de un presente que no les aporta gran cosa en pos de un futuro ficticio pero real en sus mentes. Al final y al principio, por desgracia, esto crea individuos con un profundo desgarro afectivo: odian profundamente lo que tienen y ansían algo irreal.

En Transelgor se hace evidente incluso en el tipo de cine y literatura que se consume. Se trata de entretenimiento de usar y tirar. Evasión continua de una realidad que se adultera desde todos los discursos posibles.

Los habitantes de Transelgor son, debido a este control absoluto del estado en sus vidas, personas irritables, continuamente estresadas. Habitantes de un futuro que no les pertenece y que ven a través de todas las pantallas posibles. Cuerpos perfectos, coches de alta gama, cruceros idílicos, triunfadores que ganan mucho dinero con apenas esfuerzo. En Transelgor las personas están comenzando a parecerse más a máquinas deseantes que a individuos integrales. No hay conexión entre mente y corazón, son mecanismos engrasados para producir y consumir. Sedados por el miedo y la esperanza.

Pablo Malmierca