Finalizar un año, comenzar otro. Empieza un nuevo ciclo de lo efímero, nuevos proyectos salpicarán nuestra andadura, unos acertados, otros menos. Terminan 365 días de alegrías y enfados, con un bagaje más que añadir a nuestras espaldas y, sobre todo, soltando lastre.
Si algo he aprendido este año es que escribir para la mayoría es deturpar la escritura. Cuando explico a mis alumnos la definición de poesía lo primero que les digo es que tachen la que viene en el libro de texto. Por simplificación, por estandarización, y, quizá, por falta de profesionalidad los libros de secundaria suelen definir la poesía como la expresión de la subjetividad del poeta, que inmediatamente se identifica con sentimentalidad. Es esta desviación en pos de un pensamiento absolutamente empobrecido, que es lo que venden los métodos de enseñanza de las editoriales actuales, el inicio del calvario que sufrimos los lectores de Poesía, y lo pongo en mayúscula porque creo que hay que diferenciar una poesía de otra. Enarbolando esta simplificación de lo que Robert Graves denominó «la diosa blanca», estamos asistiendo a la mercantilización de una forma de escribir que tiene función propia, la poética. Y os preguntaréis, ¿en qué consiste esa función poética? (que por cierto también aparece en los manuales escolares, pero que a todo el mundo se le olvida), pues la función poética no es más que un uso alterado del lenguaje, si fuésemos formalistas rusos diríamos que se trata de un lenguaje desautomatizado, es decir, una forma de decir que se aleja rotundamente del lenguaje habitual. Y cómo logramos esto pues mediante gran cantidad de recursos que se están perdiendo por el camino de la mercantilización de la poesía, las figuras retóricas, los recursos literarios, los tópicos, las intertextualidades y un largo etcétera de usos que se han ido construyendo a lo largo de la historia de la literatura.
Vivimos un momento duro para las artes, la música se ha estandarizado y vulgarizado de tal manera que en España triunfan cantantes sacados de programas televisivos que igual que los encunbran los entierran como muñecos rotos cuando ya no son rentables. El neuromárketing ha traspasado el campo de la publicidad y ya ha llegado a la programación de los grandes éxitos musicales, se trabaja con frecuencias base que estimulan determinadas zonas de nuestro cerebro que nos vuelven verdaderos adictos a melodías o productos.
En poesía está pasando lo mismo, la excesiva mercantilización y la búsqueda de nuevos productos han llevado a los grandes monstruos editoriales a hacer de su capa un sayo y vender poesía por Poesía. La identificación del lector con una sensiblería claramente adolescente, hace que determinadas escrituras sean una mina de oro. Pero la poesía así entendida lleva escribiéndose mucho tiempo en las carpetas de los adolescentes de este país, cuantos de estos escritores bestseller no se han dejado pasar por no haber descubierto antes este filón. El daño que se está causando a la Poesía es inmenso, relacionamos lo útil con lo comercial, con el producto ofrecido a las masas en los altares del consumismo, pero amigos míos, como dice Fermín Herrero la Poesía no sirve para nada, pero sin ella el ser humano desaparecería. Y para aquel que lo dude le diré que el ser humano es lo que es porque tiene cultura, entendida aquí en sentido antropológico, y la cultura se adquiere mediante el lenguaje, y es el lenguaje elevado el que permite transmitirla.
Mientras tanto, seguiré enseñando a mis alumnos a leer Poesía y a valorarla, en vez de darles la razón y decirles que la Poesía es algo que no se entiende y que para qué vamos a estudiarla. Pero para enseñarla no creo que debamos deturparla ni arrastrarla por el fango de la insuficiencia. Y por cierto acabaré el año como lo empecé, leyendo Poesía.
Cada uno que siga su camino, pero sin confundirse.